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Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream y hacía ochenta y
cuatro días que no cogía un pez. En los primeros cuarenta días había tenido
consigo a un muchacho.
Pero después de cuarenta días sin haber pescado los
padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba definitiva y
rematadamente salao, lo cual era la peor forma de la mala suerte, y por orden de
sus padres el muchacho había salido en otro bote que cogió tres buenos peces la
primera semana. Entristecía al muchacho ver al viejo regresar todos los días con
su bote vacío, y siempre bajaba a ayudarle a cargar los rollos de sedal o el bichero
y el arpón y la vela arrollada al mástil. La vela estaba remendada con sacos de
harina y, arrollada, parecía una bandera en permanente derrota.
El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del
cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con
sus reflejos en el mar tropical estaban en sus mejillas.
Esas pecas corrían por los
lados de su cara hasta bastante abajo y sus manos tenían las hondas cicatrices
que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces. Pero
ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un
árido desierto.
Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y estos tenían el color mismo del mar y
eran alegres e invictos.
–Santiago –le dijo el muchacho trepando por la orilla desde donde quedaba
varado el bote–. Yo podría volver con usted. Hemos hecho algún dinero.
El viejo había enseñado al muchacho a pescar y el muchacho le tenía cariño.
–No –dijo el viejo–.
Tu sales en un bote que tiene buena suerte. Sigue con ellos.
–Pero recuerde que una vez llevaba ochenta y siete días sin pescar nada y
luego cogimos peces grandes todos los días durante tres semanas
–Lo recuerdo –dijo el viejo–.
Y yo sé que no me dejaste porque hubieses
perdido la esperanza.
–Fue papá quien me obligó. Soy al fin chiquillo y tengo que obedecerle.
–Lo sé –dijo el viejo–. Es completamente normal.
–Papá no tiene mucha fe.
–No. Pero nosotros, sí, ¿verdad?
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–Si –dijo el muchacho–. ¿Me permite brindarle una cerveza en la Terraza?
Luego llevaremos las cosas a casa.
–¿Por que no? –dijo el viejo–.
Entre pescadores.
Se sentaron en la Terraza. Muchos de los pescadores se reían del viejo, pero el
no se molestaba. Otros, entre los más viejos, lo miraban y se ponían tristes. Pero
no lo manifestaban y se referían cortésmente a la corriente y a las hondonadas
donde se habían tendido sus sedales, al continuo buen tiempo y a lo que habían
visto.
Los pescadores que aquel día habían tenido éxito habían llegado y habían
limpiado sus agujas y las llevaban tendidas sobre dos tablas, dos hombres
tambaleándose al extremo de cada tabla, a la pescadería, donde esperaban a que
el camión del hielo las llevara al mercado, a La Habana. Los que habían pescado
tiburones los habían llevado a la factoría de tiburones, al otro lado de la ensenada,
donde eran izados en aparejos de polea; les sacaban los hígados, les cortaban las
aletas y los desollaban y cortaban su carne en trozos para salarla.
Cuando el viento soplaba del Este el hedor se extendía a través del puerto,
procedente de la fabrica de tiburones; pero hoy no se notaba más que un débil
tufo porque el viento había vuelto al Norte y luego había dejado de soplar. Era
agradable estar allí, al sol en la Terraza.
–Santiago –dijo el muchacho.
–Que –dijo el viejo–. Con el vaso en la mano pensaba en las cosas de hacía
muchos años.
–¿Puedo ir a buscarle sardinas para mañana?
–No. Ve a jugar al béisbol. Todavía puedo remar y Rogelio tirará la atarraya.
–Me gustaría ir. Si no puedo pescar con usted me gustaría servirlo de alguna
manera.
–Me has pagado una cerveza –dijo el viejo–.
Ya eres un hombre.
–¿Qué edad tenía cuando me llevo por primera vez en un bote?
–Cinco años. Y por poco pierdes la vida cuando subí aquel pez demasiado vivo
que estuvo a punto de destrozar el bote. ¿Te acuerdas?
–Recuerdo cómo brincaba y pegaba coletazos, y que el banco se rompía, y el
ruido de los garrotazos. Recuerdo que usted me arrojó a la proa, donde estaban.
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los sedales mojados y enrollados. Y recuerdo que todo el
bote se estremecía, y el estrépito que usted armaba dándole garrotazos, como si
talara un árbol, y el pegajoso olor a sangre que me envolvía.
–¿Lo recuerdas realmente o es que yo te lo he contado?
–Lo recuerdo todo, desde la primera vez que salimos juntos.
El viejo lo miró con sus amorosos y confiados ojos quemados
por el sol.
–Si fueras hijo mío me arriesgaría a llevarte, dijo. Pero tú
eres de tu padre y de tu madre y trabajas en un bote que tiene suerte.
–¿Puedo ir a buscarle las sardinas? También sé donde
conseguir cuatro carnadas.
–Tengo las mías que me han sobrado de hoy. Las puse en sal
en la caja.
–Déjeme traerle cuatro cebos frescos.
–Uno –dijo el viejo. Su fe y su esperanzar no le habían
fallado nunca. Pero ahora empezaban a revigorizarse como cuando se levanta la
brisa.
–Dos –dijo el muchacho.
–Dos –acepto el viejo–. ¿No los has robado?
–Lo hubiera hecho –dijo el muchacho– pero estos los compré.
–Gracias –dijo el viejo. Era demasiado simple para
preguntarse cuando había alcanzado la humildad. Pero sabía que la había
alcanzado y sabía que no era vergonzoso y que no comportaba perdida del orgullo
verdadero.
–Con esta brisa ligera, mañana va a hacer buen día –dijo.
–¿Adónde piensa ir? –Le pregunto el muchacho.
–Saldré lejos para regresar cuando cambie el viento. Quiero
estar fuera antes de que sea de día.
–Voy a hacer que mi patrón salga lejos a trabajar –dijo el
muchacho–. Si usted engancha algo realmente grande podremos ayudarle.
–A tu patrón no le gusta salir demasiado lejos.
–No –dijo el muchacho–; pero yo veré algo que el no podrá
ver: un ave trabajando, por ejemplo. Así haré que salga siguiendo a los
dorados.
–¿Tan mala tiene la vista?
–Está casi ciego.
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–Es extraño –dijo el viejo– Jamás ha ido a la pesca de
tortugas. Eso es lo que mata los ojos.
–Pero usted ha ido a la pesca de tortuga durante varios
años, por la costa de los Mosquitos, y tiene buena vista.
–Yo soy un viejo extraño
–Pero ¿ahora se siente bastante fuerte como para un pez
realmente grande?
–Creo que sí. Y hay muchos trucos.
–Vamos a llevar las cosas a casa –dijo el muchacho–. Luego
cogeré la atarraya y me iré a buscar las sardinas.
Recogieron el aparejo del bote. El viejo se echó el mástil
al hombro y el muchacho cargo la caja de madera de los enrollados sedales
pardos de apretada malla, el bichero y el arpón con su mango. La caja de las
camadas estaba bajo la popa, junto a la porra que usaba para rematar a los
peces grandes cuando los arrimaba al bote. Nadie sería capaz de robarle nada al
viejo, pero era mejor llevar a casa la vela y los sedales gruesos puesto que el
rocío los dañaba, y aunque estaba seguro de que ninguno de la localidad le
robaría nada, el viejo pensaba que el arpón y el bichero eran tentaciones y que
no había por que dejarlos en el bote.
Marcharon juntos camino arriba hasta la cabaña del viejo y
entraron, la puerta estaba abierta. El viejo inclinó el mástil con su vela
arrollada contra la pared y el muchacho puso la caja y el resto del aparejo
junto a él. El mástil era casi tan largo como el cuarto único de la choza. Esta
estaba hecha de las recias pencas de la palma real que llaman guano, y había
una cama, una mesa, una silla y un lugar en el piso de tierra para cocinar con
carbón. En las paredes, de pardas, aplastadas y superpuestas hojas de guano de
resistente fibra había una imagen en colores del Sagrado Corazón de Jesús y
otra de la Virgen del Cobre. Estas eran reliquias de su esposa. En otro tiempo
había habido una desvaída foto de su esposa en la pared, pero la había quitado
porque le hacía sentirse demasiado solo el verla, y ahora estaba en el estante
del rincón, bajo su camisa limpia.
–¿Qué tiene para comer? –pregunto el muchacho.
–Una cazuela de arroz amarillo con pescado. ¿Quieres un
poco?
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–No. Comeré en casa. ¿Quiere
que le encienda la candela?
–No. Yo la encenderé luego. O quizás coma el
arroz frío.
–¿Puedo llevarme la
atarraya?
–Desde luego.
–No había ninguna atarraya.
El muchacho recordaba que la habían vendido. Pero todos los días pasaban por
esta ficción. No había ninguna cazuela de arroz amarillo con pescado, y el
muchacho lo sabía igualmente.
–El ochenta y cinco es un
numero de suerte –dijo el viejo–.
¿Qué te parece si me vieras volver con un pez
que, en canal, pesara más de mil libras?
–Voy a coger la atarraya y
salir a pescar las sardinas. ¿Se quedará sentado al sol, a la puerta?
–Sí. Tengo ahí el periódico
de ayer y voy a leer los partidos de béisbol. El muchacho se preguntó si el
periódico de ayer no sería también una ficción. Pero el viejo lo sacó de debajo
de la cama.
–Perico me lo dio en la
bodega –explico.
–Volveré cuando haya cogido
las sardinas. Guardare las suyas junto con las mías en el hielo y por la mañana
nos la repartiremos. Cuando vuelva me contara lo del béisbol.
–Los Yankees no pueden
perder.
–Pero yo les tengo miedo a
los Indios de Cleveland.
–Ten fe en los Yankees,
hijo. Piensa en el gran Di Maggio.
–Les tengo miedo a los
Tigres de Detroit y a los Indios de Cleveland..
–Ten cuidado, no vayas a tenerles miedo
también a los Rojos de Cincinnati y a los White Sox de Chicago.
–Usted estudia eso y me lo
cuenta cuando
–¿Crees que debiéramos
comprar unos billetes de la lotería que terminan en un ochenta y cinco? Mañana
hace el día ochenta y cinco.
–Podemos hacerlo –dijo el
muchacho–.
Pero ¿qué me dice de su gran
récord, el ochenta y siete?
–No podría suceder dos
veces. ¿Crees que puedas encontrar un ochenta y cinco?
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–Puedo pedirlo.
–Un billete entero. Eso hace
dos pesos y medio. ¿Quién podrá prestárnoslos?
–Eso es fácil. Yo siempre
encuentro quien me preste dos pesos y medio.
–Creo que yo también. Pero
trato de no pedir prestado. Primero pides prestado;
luego pides limosna.
–Abríguese, viejo –dijo el
muchacho–. Recuerde que estamos en septiembre.
–El mes en que vienen los
grandes peces –dijo el viejo–. En mayo cualquiera es
pescador.
–Ahora voy por las sardinas
–dijo el muchacho.
Cuando volvió el muchacho el
viejo estaba dormido en la silla. El sol se estaba poniendo. El muchacho cogió
la frazada del viejo de la cama y se la echo sobre los hombros. Eran unos
hombros extraños, todavía poderosos, aunque muy viejos, y el cuello era también
fuerte todavía, y las arrugas no se veían tanto cuando el viejo estaba dormido
y con la cabeza derribada hacia adelante. Su camisa había sido remendada tantas
veces, que era como la vela y los remiendos descoloridos por el sol eran de
varios tonos. La cabeza del viejo era sin embargo muy vieja y con sus ojos
cerrados no había vida en su rostro. El periódico yacía sobre sus rodillas y el
peso de sus brazos lo sujetaban allí contra la brisa del atardecer. Estaba
descalzo.
El muchacho lo dejó allí, y
cuando volvió, el viejo estaba todavía dormido.
–Despierte, viejo –dijo el
muchacho, y puso su mano en una de las rodillas.
El viejo abrió los ojos y
por un momento fue como si regresara de muy lejos.
Luego sonrío.
–¿Qué traes?–pregunto.
–La comida –dijo el
muchacho–. Vamos a comer.
–No tengo mucha hambre.
–Vamos, venga a comer. No
puede pescar sin comer.
–Habrá que hacerlo –dijo el
viejo, levantándose y cogiendo el periódico y doblándolo. Luego empezó a doblar
la frazada.
–No se quite la frazada
–dijo el muchacho–. Mientras yo viva no saldrá a pescar sin comer.
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–Entonces vive mucho tiempo
y cuídate –dijo el viejo–. ¿Qué vamos a comer?
–Frijoles negros con arroz,
plátanos fritos y un poco de asado.
El muchacho lo había traído
de la Terraza en una cantina. Traía en el bolsillo dos juegos de cubiertos,
cada uno envuelto en una servilleta de papel.
–¿Quién te ha hado esto?
–Martín. El dueño.
–Tengo que darle las
gracias.
–Ya yo se las he dado –dijo
el muchacho– No tiene que dárselas usted.
–Le daré la ventrecha de un
gran pescado –dijo el viejo–. ¿Ha hecho esto por nosotros más de una vez?
–Creo que sí.
–Entonces tendré que darle
más que la ventrecha. Es muy considerado con nosotros.
–Mando dos cervezas.
–Me gusta más la cerveza en
lata.
–Lo sé. Pero esta es en
botella. Cerveza Hatuey. Y yo devuelvo las botellas luego.
–Muy amable de tu parte
–dijo el viejo–. ¿Comemos?
–Es lo que yo proponía –le
dijo el muchacho–. No he querido abrir la cantina hasta que estuviera usted
listo.
–Ya estoy listo –dijo el
viejo–. Solo necesitaba tiempo para lavarme.
¿Dónde se lavaba?, pensó el
muchacho. El pozo del pueblo estaba a dos cuadras de distancia, camino abajo.
“Debí de haberle traído agua pensó el muchacho; y jabón y una buena toalla.
¿Por que seré tan desconsiderado? Tengo que conseguirle otra camisa y un jacket
para el invierno y alguna clase de zapatos y otra frazada.”
–Tu asado es excelente –dijo
el viejo.
–Háblame de béisbol –le
pidió el muchacho.–
–En la liga americana, como
te dije, los Yankees –dijo el viejo muy contento.
–Hoy perdieron –le dijo el
muchacho.
–Eso no significa nada. El
gran Di Maggio vuelve a ser lo que era.
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–Tienen otros hombres en el
equipo.
–Naturalmente. Pero con él
la cosa es diferente. En la otra liga, entre el Brooklyn y el Filadelfia, tengo
que quedarme con el Brooklyn. Pero luego pienso en Dick Sisler y en aquellos
lineazos suyos en el viejo parque.
–Nunca hubo nada como ellos.
Jamás he visto a nadie mandar la pelota tan lejos.
–¿Recuerdas cuando venía a
la Terraza? Yo quería llevarlo a pescar, pero era demasiado tímido para
proponérselo. Luego te pedí a ti que se lo propusieras y tú eras también
demasiado tímido.
–Lo sé. Fue un gran error.
Pudiera haber ido con nosotros. Luego eso nos quedaría por toda la vida.
–Me hubiera gustado llevar a
pescar al gran Di Maggio –dijo el viejo–. Dicen que su padre era pescador.
Quizá fuese tan pobre como nosotros y comprendiese.
–El padre del gran Sisler no
fue nunca pobre, y jugo en las grandes ligas cuando tenía mi edad.
–Cuando yo tenía tu edad me
hallaba de marinero en un velero de altura que iba al Africa y he visto leones
en las playas al atardecer.
–Lo sé. Usted me lo ha
dicho.
–¿Hablamos de Africa o de
béisbol?
–Mejor de béisbol –dijo el
muchacho– Háblame del gran John J. McGraw.
–A veces, en los viejos
tiempos, solía venir también a la Terraza. Pero era rudo y bocón y difícil
cuando estaba bebido. No solo pensaba en la pelota, sino también en los
caballos. Por lo menos llevaba listas de caballos constantemente en el bolsillo
y con frecuencia pronunciaba nombres de caballos por teléfono.
–Era un gran manager –dijo
el muchacho–. Mi padre cree que era el más grande. ¿Quién es realmente el mejor
manager, Luque o Mike González?
–Creo que son iguales.
–El mejor pescador es usted.
–No. Conozco otros mejores.
–Que va –dijo el muchacho–.
Hay muchos buenos pescadores y algunos grandes pescadores. Pero como usted
ninguno.
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–Gracias. Me haces feliz.
Ojalá no se presente un pez tan grande que nos haga quedar mal.
–No existe tal pez, si está
usted tan fuerte como dice.
–Quizá no este tan fuerte
como creo –dijo el viejo–. Pero conozco muchos trucos y tengo voluntad.
–Ahora debiera ir a
acostarse para estar descansado por la mañana. Yo llevare otra vez las cosas a
la Terraza.
–Entonces buenas noches. Te
despertare por la mañana.
–Usted es mi despertador
–dijo el muchacho–.
–La edad es mi despertador
–dijo el viejo–. ¿Por que los viejos se despertaran tan temprano? ¿Será para
tener un día más largo?
–No lo sé –dijo el muchacho–.
Lo único que se es que los jovencitos duermen profundamente y hasta tarde.
–Lo recuerdo –dijo el
viejo–. Te despertare temprano.
–No me gusta que el patrón
me despierte. Es como si yo fuera inferior.
–Comprendo.
–Que duerma bien, viejo.
El muchacho salió. Habían
comido sin luz en la mesa y el viejo se quitó los pantalones y se fue a la cama
a oscuras. Enrollo los pantalones para hacer una almohada, poniendo el
periódico dentro de ellos, se envolvió en la frazada y durmió sobre los otros periódicos
viejos que cubrían los muelles de la cama.
Se quedó dormido enseguida y
soñó con Africa, en la época en que era muchacho y con las largas playas
doradas y las playas blancas, tan blancas que lastimaban los ojos, y los altos
promontorios y las grandes montañas pardas. Vivía entonces todas las noches a
lo largo de aquella costa y en sus sueños sentía el rugido de las olas contra la rompiente y veía
venir a través de ellas los botes de los nativos. Sentía el olor a brea y
estopa de la cubierta mientras dormía y sentía el olor de Africa que la brisa
de tierra traía por la mañana.
Generalmente, cuando olía la
brisa de tierra despertaba y se vestía y se iba a despertar al muchacho. Pero
esta noche el olor de la brisa de tierra vino muy temprano y él sabía que era
demasiado temprano en su sueño y siguió soñando
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para ver los blancos picos
de las islas que se levantaban del mar y luego soñaba con los diferentes
puertos y fondeaderos de las Islas Canarias.
No soñaba ya con tormentas
ni con mujeres ni con grandes acontecimientos ni con grandes peces ni con
peleas ni competencias de fuerza ni con su esposa.
Solo soñaba ya con lugares y
con los leones en la playa. Jugaban como gatitos a la luz del crepúsculo y él
les tenía cariño lo mismo que al muchacho. No soñaba jamás con el muchacho.
Simplemente despertaba, miraba por la puerta abierta a la luna y desenrollaba
sus pantalones y se los ponía. Orinaba junto a la choza y luego subía al camino
a despertar al muchacho. Temblaba de frío de la mañana.
Pero sabía que temblando se
calentaría y que pronto estaría remando. La puerta de la casa donde vivía el
muchacho no estaba cerrada con llave; la abrió calladamente y entro descalzo.
El muchacho estaba dormido en un catre en el primer cuarto y el viejo podía
verlo claramente a la luz de la luna moribunda. Le cogió suavemente un pie y lo
apretó hasta que el muchacho despertó y se volvió y lo miro. El viejo le hizo
una seña con la cabeza y el muchacho cogió sus pantalones de la silla junto a
la cama y, sentándose en ella, se los puso.
El viejo salió afuera y el
muchacho vino tras él. Estaba soñoliento y el viejo le echo el brazo sobre los
hombros y dijo:
–Lo siento.
–Que va –dijo el muchacho–.
Es lo que debe hacer un hombre.
Marcharon camino abajo hasta
la cabaña del viejo; y todo a lo largo del camino, en la oscuridad, se veían
hombres descalzos portando los mástiles de sus botes.
Cuando llegaron a la choza
del viejo el muchacho cogió los rollos de sedal de la cesta, el arpón y el
bichero y el viejo llevo el mástil con la vela arrollada al hombro.
–¿Quiere usted café?
–pregunto el muchacho.
–Pondremos el aparejo en el
bote y luego tomaremos un poco.
Tomaron café en latas de
leche condensada en un puesto que abría temprano y servía a los pescadores.
–¿Qué tal ha dormido, viejo?
–pregunto el muchacho.
Ahora estaba despertando
aunque todavía le era difícil dejar su sueño.
–Muy bien, Manolín –dijo el
viejo. Hoy me siento confiado.
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–Lo mismo yo –dijo el
muchacho–. Ahora voy a buscar sus sardinas y las mías y sus carnadas frescas.
El dueño trae el mismo nuestro aparejo. No quiere nunca que nadie lleve nada.
–Somos diferentes –dijo el
viejo–. Yo te dejaba llevar las cosas cuando tenías cinco años.
–Lo sé –dijo el muchacho–.
Vuelvo enseguida. Tome otro café. Aquí tenemos crédito.
Salió, descalzo, por las
rocas de coral hasta la nevera donde se guardaban las carnadas.
El viejo tomó lentamente su
café. Era lo único que tomaría en todo el día y sabía que debía tomarlo. Hacía
mucho tiempo que le mortificaba comer y jamás llevaba un almuerzo. Tenía una
botella de agua en la proa del bote y eso era lo único que necesitaba para todo
el día.
El muchacho estaba de vuelta
con las sardinas y las dos carnadas envueltas en un periódico y bajaron por la
vereda hasta el bote, sintiendo la arena con piedrecitas debajo de los pies, y
levantaron el bote y lo empujaron al agua.
–Buena suerte, viejo.
–Buena suerte –dijo el
viejo.
Ajusto las amarras de los
remos a los toletes y echándose adelante contra los remos empezó a remar,
saliendo del puerto en la oscuridad. Había otros botes de otras playas que
salían a la mar y el viejo sentía sumergirse las palas de los remos y empujar
aunque no podía verlos ahora que la luna se había ocultado detrás de las lomas.
A veces alguien hablaba en
un bote. Pero en su mayoría los botes iban en silencio, salvo por el rumor de
los remos. Se desplegaron después de haber salido de la boca del puerto y cada
uno se dirigió hacia aquella parte del océano donde esperaba encontrar peces.
El viejo sabía que se alejaría mucho de la costa y dejo atrás el olor a tierra
y entro remando en el limpio olor matinal del océano. Vio la fosforescencia de
los sargazos en el agua mientras remaba sobre aquella parte del océano que los
pescadores llaman el gran hoyo porque se producía una súbita hondonada de
setecientas brazas, donde se congregaba toda suerte de peces
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debido al remolino que hacía
la corriente contra las escabrosas paredes del lecho del océano. Había aquí
concentraciones de camarones y peces de carnada y a veces manadas de calamares
en los hoyos más profundos y de noche se levantaron a la superficie donde todos
los peces merodeadores se cebaban en ellos.
En la oscuridad el viejo
podía sentir venir la mañana y mientras remaba oía el tembloroso rumor de los
peces voladores que salían del agua y el siseo que sus rígidas alas hacían surcando
el aire en la oscuridad. Sentía una gran atracción por los peces voladores que
eran sus principales amigos en el océano. Sentía compasión por las aves,
especialmente las pequeñas, delicadas y oscuras golondrinas de mar que andaban
siempre volando y buscando y casi nunca encontraban, y pensó: las aves llevan
una vida más dura que nosotros, salvo las de rapiña y las grandes y fuertes.
¿Por que habrán hecho pájaros tan delicados y tan
finos como esas golondrinas de mar cuando el océano es capaz de tanta crueldad?
El mar es dulce y hermoso. Pero puede ser cruel, y se encoleriza tan súbitamente,
y esos pájaros que vuelan, picando y cazando con sus tristes vocecillas son
demasiado delicados para la mar.
Decía siempre la mar. Así es
como le dicen en español cuando la quieren. A veces los que la quieren hablan
mal de ella, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer. Algunos de los
pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores para sus sedales y
tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón se cotizaban
altos, empleaban el articulo masculino, le llamaban el mar. Hablaban del mar
como un contendiente o un lugar, o aun un enemigo. Pero el viejo lo concebía
siempre como perteneciente al genero femenino y como algo que concedía o negaba
grandes favores, y si hacía cosas perversas y terribles era porque no podía
remediarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer.
Remaba firme y seguidamente
y no le costaba un esfuerzo excesivo porque se mantenía en su límite de
velocidad y la superficie del océano era plana, salvo por los ocasionales
remolinos de la corriente. Dejaba que la corriente hiciera un tercio de su
trabajo y cuando empezó a clarear vio que se hallaba ya más lejos de lo que El viejo y el mar
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había esperado estar a esa
hora.
“Durante una semana,
–pensó–, he trabajado en las profundas hondonadas, y no hice nada. Hoy
trabajaré allá donde están las manchas de bonitos y albacras y acaso haya un
pez grande con ellos.”
Antes de que se hiciera
realmente de día había sacado sus carnadas y estaba derivando con la corriente.
Un cebo llegaba a una profundidad de cuarenta brazas.
El segundo a sesenta y cinco
y el tercero y el cuarto descendían allá hasta el agua azul a cien y ciento
veinticinco brazas.
Cada cebo pendía cabeza
abajo con el asta o tallo del anzuelo dentro del pescado que servía de carnada,
sólidamente cosido y amarrado; toda la parte saliente del anzuelo, la curva y
el garfio, estaba recubierta de sardinas frescas.
Cada sardina había sido
empalada por los ojos, de modo que hacían una semiguirnalda en el acero
saliente: No había ninguna parte del anzuelo que pudiera dar a un gran pez la
impresión de que no era algo sabroso y de olor apetecible.
El muchacho le había dado
dos pequeños bonitos frescos, que colgaban de los sedales más profundos como
plomadas, y en los otros tenía una abultada cojinúa y un cibele que habían sido
usados antes, pero estaban en buen estado y las excelentes sardinas les
prestaban aroma y atracción. Cada sedal, del espesor de un lápiz grande, iba
enroscado a una varilla verdosa, de modo que cualquier tirón o picada al cebo
haría sumergir la varilla; y cada sedal tenía dos adujas o rollos de cuarenta
brazas que podían empatarse a los rollos de repuesto, de modo que, si era
necesario, un pez podía llevarse más de trescientas brazas.
El hombre vio ahora
descender las tres varillas sobre la borda del bote y remó suavemente para
mantener los sedales estirados y a su debida profundidad. Era día pleno y el
sol podía salir en cualquier momento.
El sol se levantó tenuemente
del mar y el viejo pudo ver los otros botes, bajitos en el agua, y bien hacia
la costa, desplegados a través de la corriente. El sol se tornó más brillante y
su resplandor cayó sobre el agua; luego, al levantarse más en el cielo, el
plano mar lo hizo rebotar contra los ojos del viejo, hasta causarle daño; y
siguió remando sin mirarlo. Miraba al agua y vigilaba los sedales que se sumergían
verticalmente en la tiniebla del agua. Los mantenía más rectos que
nadie, de manera que a cada nivel en la tiniebla de la corriente hubiera un cebo
esperando exactamente donde él quería que estuviera por cualquier pez que
pasara por allí. Otros los dejaban correr a la deriva con la corriente y a veces
estaban a sesenta brazas cuando los pescadores creían que estaban a cien.
a más rectos que nadie, de
manera que a cada nivel en la tiniebla de la corriente hubiera un cebo
esperando exactamente donde él quería que estuviera por cualquier pez que
pasara por allí. Otros los dejaban correr a la deriva con la corriente y a
veces estaban a sesenta brazas cuando los pescadores creían que estaban a cien.
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